Las huestes del Imperio azteca regresaban de la guerra.
Pero no sonaban ni los teponaxtles ni las
caracolas, ni el huéhuetl hacía rebotar sus percusiones en las calles y
en los templos. Tampoco las chirimías esparcían su aflautado tono en el
vasto valle del Anáhuac y sobre el verdiazul espejeante de los cinco
lagos (Chalco, Xochimilco, Texcoco, Ecatepec y Tzompanco) se reflejaba
un menguado ejército en derrota. El caballero águila, el caballero tigre
y el que se decía capitán coyote traían sus rodelas rotas y los
penachos destrozados y las ropas tremolando al viento en jirones
ensangrentados.
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