Consumada la
conquista y poco más o menos a mediados del siglo XVI, los vecinos de la ciudad
de México que se recogían en sus casas a la hora de la queda,
tocada por las campanas de la primera Catedral; a media noche y principalmente
cuando había luna, despertaban espantados al oír en la calle, tristes y
prolongadísimos gemidos, lanzados por una mujer a quien afligía, sin duda, honda
pena moral o tremendo dolor físico.
Las primeras
noches, los vecinos contentábanse con persignarse o santiguarse, que aquellos
lúgubres gemidos eran, según ellas, de ánima del otro mundo; pero fueron tantos
y repetidos y se prolongaron por tanto tiempo, que algunos osados y
despreocupados, quisieron cerciorarse con sus propios ojos qué era aquello; y
primero desde las puertas entornadas, de las ventanas o balcones, y enseguida
atreviéndose a salir por las calles, lograron ver a la que, en el silencio de
las obscuras noches o en aquellas en que la luz pálida y transparente de la luna
caía como un manto vaporoso sobre las altas torres, los techos y tejados y las
calles, lanzaba agudos y tristísimos gemidos.
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